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sábado, 9 de abril de 2016

Un vaso con agua

En una conversación se puede llegar a varios temas, esa tarde comenzamos hablando de la escuela y sin darnos cuenta, terminamos opinando sobre películas de terror… una muy buena combinación, después de tantas risas olvide por un momento la cita que tanto estuve esperando en el transcurso de la semana, di un salto y rápidamente me despedí.

Las 8:56 estaba retrasada, sabía que él estaría afuera, mi compañero de caminatas y charlas sin sentido, a prisa camine por el estacionamiento, no podía hacerlo esperar más, algo en mi generaba unas ansias que me carcomían desde adentro, lo vi a lo lejos y disminuí mi andar para no  mostrarme emocionada,  vestía un pants azul marino con un par de franjas amarillas a los costados y una ajustada playera blanca.

Crucé sin ni siquiera voltear, no me importo si pasarían coches, lo golpee con un beso y él susurro “Hola”, tomó mi mano, esbozó una sonrisa y comenzamos a andar, palmo a palmo rumbo al inmenso puente.  Al llegar a lo más alto observe a mi alrededor, pensé “Qué bonito es León”; Me quedé pasmada hasta percatarme que él estaba moviendo su mano frente a mí, decidimos sentarnos en una de las bancas, a nuestro alrededor…candados con alguna promesa de amor, personas caminando, algunas corriendo y otras solamente existiendo.

Descendimos por las incomodas escaleras que dan al corredor, conectándonos con aquel monumental arco de la calzada que define a mi ciudad, joya neoclásica de León, Guanajuato. Estirando las piernas, moviendo la cintura, calentábamos.

Estaba nerviosa, no paraba de hablar y cuando lo hacía apretaba la mandíbula para disimular, mi papá pasó a unos cuantos metros de nosotros en su auto y yo pensé en gritarle “Hey, súbeme”, pero debía cumplir mi palabra, debía hacer ejercicio.

Él típicamente contó hasta tres y comenzamos a trotar, sentía el viento en mi rostro, algunas personas nos observaban, todo se iba quedando atrás. Al encontrarnos nuevamente en puente me sentí desfallecer, la subida fue brutal, vacile varias veces en detenerme pero él apretó mi mano y nos lanzamos en picada, descendiendo rápidamente.

A causa de la adrenalina aumentaba la velocidad, lo retaba, corría más rápido y él nunca dudó en alcanzarme, tomamos un atajó que desembocaba en el bulevar López Mateos, no quisimos parar; la suerte estaba de nuestro lado, seguimos corriendo los carros estaban lejos y la luz del semáforo era roja.

Al llegar a la central camionera había muchos transeúntes en nuestro camino era difícil esquivarlos, nos detuvimos y comenzamos a caminar. Sentía los dedos hinchados, frío en la garganta y la sudadera empapada de sudor; puse mis manos en mis rodillas y tome una gran bocanada de aire, él frente a mí burlándose y animándome…faltaba ya muy poco para llegar a mi casa y después de tanto tiempo de ausencia cruzamos palabras y risas, acordamos repetirlo tres veces por semana con la condición de que cada ocasión la recompensa sería un gran vaso con agua.

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