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jueves, 18 de agosto de 2016

Me duelen las rodillas

Le tengo miedo a la muerte. Las razones son tantas como los pétalos de un girasol, pero el principal motivo es… que ¡Amo vivir!

Mis amigos y familia dicen que no debo aferrarme, que es algo inevitable... ¡Como si no lo supiera! Admito mi trauma, ya no necesito más psicólogos; pero sé que si le doy la importancia que en realidad tiene para mí esta situación, me volveré loca.

Creo que no puedo aceptar la muerte porque nunca he estado cerca de ella. Ningún familiar o amigo lo ha estado (hablando de ellos), a cada persona que he conocido le pregunto: ¿cuál es su creencia al respecto? pues quisiera saber qué sigue después de esto, ¿por qué tenemos que morir? Nadie puede asegurarme a dónde iré...

Hace tiempo dejé de creer en el cielo y en el infierno, y las teorías espirituales aún no me convencen; pero no miento, todas estas forman parte de mis esperanzas. También adjudico este trauma a mi padre, un hombre de 58 años que parece de 40. Jamás lo he visto fumar cuando está bebiendo y vaya que tiene clase al hacerlo, solo fuma un cigarro todas las noches antes de ir al baño.

Su peor miedo es envejecer. Se pinta las canas de color café, intenta modernizarse pero no es un hombre que se sienta un jovenzuelo; es maduro, pero en su mirada puedo ver que no quiere irse de este mundo.

Como todas las mañanas, papá me deja cerca del gimnasio, pero aún con su ayuda debo tomar un camión para llegar a mi destino. Recuerdo aquel día de enero, bajé las escaleras cantando y saltando, me correteaban sus pasos. —Lo único que me falta es rellenar mi termo con agua y meter el lunch a la maleta— le dije cantando.

Mientras hago esto, él hace su rutina <<mañanera>> que consiste en abrir el refrigerador y comerse una cucharada de miel, seguido de un vaso de jugo verde (que yo preparo para los dos), y se queja pues mi mamá ha tomado su coche para llevar a mi hermana menor a la preparatoria, después bebe un vaso con agua y se calla.

Le doy su maletín negro, tomo mi mochila, siempre está pesada, tengo que llevar la ropa y zapatos que usaré en el día: libreta, libro, lapicera, cartera y otras cosas. —Apaga la luz de la cocina y de la escalera— me dice.

Mi papá siempre usa traje y corbata, dice que la primera impresión es la que cuenta y le creo, pues se dedica a las ventas. —No llega tu madre— dice en un tono molesto, trato de calmarlo... son las 6:50 am, es buena hora pero sale a la calle a esperarla. El auto que le presta la empresa es muy pequeño, lo odia, dice que se siente ahogado. Me abre el seguro de la puerta del coche y entro con mi pesada mochila, la dejo caer y me voltea a ver emanando una mueca extraña.

Enciende el auto y lo deja calentar por dos minutos, a mi papá le molesta mucho que este escribiendo en el celular cuando estamos juntos así que evito eso, aunque mi celular vibre todo el tiempo y es triste, quisiera escuchar música con él.

En el trayecto, papá se toca la rodilla derecha; he de confesar que ya lo he estudiado por más de seis meses, pues suelo hacerlo todas las mañanas en el primer semáforo que topamos al salir de la colonia. Ir con él en el auto tan temprano, me recuerda a cuando era niña y tenía que llevarme a la primaria. Con los dedos presiona su rodilla y con un gesto de dolor…

—Me duele— dice. Son las secuelas de los partidos de domingo de futbol pero nunca falta, ya le he dicho que no vaya cuando se sienta mal pero parece que es <<su manda>>.







Él comienza a autoevaluarse, se cree doctor, hace eso seguido. Cuando yo me quejo por algún dolor, sobre todo si me quejo de mi espalda, me receta un millón de pastillas como si fuera un especialista. —Mis dolores son desgastes musculares— replica.

Después culpa al jugo verde, después a las presiones que le provoca el trabajo. Sea cual sea el motivo, me preocupa. Agacho la mirada, pues hoy algo ha cambiado, por primera vez dice que está envejeciendo, que ese dolor es una advertencia y condena, se está observando las arrugas por el espejo retrovisor.

El silencio ha invadido el ambiente, después cuestiona y reclama el por qué no aprendo a manejar, nuestro rumbo siempre es pasar por el Hospital Regional de la ciudad, ambos observamos por la ventana enfermedad y pobreza.

Papá suele dejarme por el Boulevard López Mateos para que yo pueda tomar el camión. Falta poco para llegar a ese Boulevard, quiero decirle que lamento que el tiempo pase tan rápido, ¡maldito tiempo! Te aborrezco. Una camioneta nos rebasa sin darnos indicación, a mi padre se le escapa una que otra maldición, el tráfico ya comenzó y la gente grita y usa de manera excesiva el claxon.

Al llegar al último semáforo, le aviso —Aquí me bajo— y nunca se me olvida agradecerle por <<el aventón>>. Iba a cerrar la puerta como de costumbre, pero me detengo y tontamente espero que el tiempo también lo haga.

Lo miro a los ojos, le sonrío y lo beso en la mejilla, su piel está helada, me acerco a su oído... —Desearía y espero no olvidar tus historias, realmente me harás falta cuando no estés, cuídate mucho, te quiero aunque no te lo diga a diario— le susurré. Cierro la puerta (quiero llorar), camino, y a través del cristal de su auto pequeño admiro la imagen de mi padre.




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